Pregón de las fiestas de la Virgen de la Anunciada Centro e-Lea Miguel Delibes. 23 de marzo de 2018. Urueña
Buenas tardes, queridos carrasqueños:
María Zambrano en uno de sus textos habla del temblor del maestro, ese momento al inicio de la clase en el que ocupa su lugar, saca, quizás, algunos libros de la cartera y los pone delante de sí, y justamente ahí, antes de pronunciar palabra, el maestro percibe el silencio y la quietud de la clase, lo que ese silencio y esa quietud tienen de interrogación y de espera, y también de exigencia. En ese momento, el maestro calla un instante y ofrece su presencia antes aún que su palabra. En ese momento previo a tomar la palabra, el alumno entrega al maestro tres cosas: presencia, silencio y atención. Presencia, silencio y atención que ahora me entregáis a mí.
Estoy seguro que es el mismo temblor que tuvo que tener don Luciano Marbán cuando hace más de 90 años entró en su clase, en lo que hoy es vuestro ayuntamiento. Pero no adelantemos acontecimientos.
El término paisaje alude a un conjunto jerarquizado de elementos que mantienen entre sí una relación de interdependencia. Es la extensión de terreno que vemos desde un determinado lugar. Pero más allá de este paisaje geográfico que se define en libros y se plasma en fotografías, aquel que admiramos en nuestros campos o en la montaña, existe un paisaje sentimental, escondido, secreto e invisible que cada uno llevamos en lo más hondo de nuestro corazón. Una especie de fabuloso cuadro que hemos ido pintando con sentimientos a lo largo de nuestra vida y en el que hemos ido situando todas aquellas personas, cosas y recuerdos que alguna vez nos han llegado al corazón.
Urueña ocupa un delicado lugar en mi paisaje sentimental. Desde niño, este nombre, sus lugares y gentes han estado presentes en mi vida. Bien puedo decir que soy de Urueña. Y todo por don Luciano Marbán, mi abuelo, la principal razón por la que hoy tenga el gran honor y alegría de estar en este estrado.
Hagamos un poco de historia, de mi historia, de la vuestra. Después de ser maestro de pueblos de Asturias y Palencia, el bueno de don Luciano llegó con 32 años a Urueña en 1928, donde permanecerá hasta 1946, en un total de 18 años. En 1931 le sustituirá Emiliano Soto por ausentarse para contraer matrimonio con doña María Corral mientras los recién casados hacen su viaje de novios a Madrid. Claro que doña María Corral es la otra mitad para que hoy esté yo aquí dando este pregón.
Ya casados, Don Luciano y doña María llegarán a Urueña desde su Castromembibre natal para vivir en la calle Real, frente a la que hoy es casona de la Fundación de Joaquín Díaz, actual emblema de la cultura provincial. Después vivirían en la casa de un habanero, en el corro de San Andrés, junto al auxilio social, a lado de la casa del señor David el cartero y la tienda de ultramarinos de la señora Leoncia y del señor Hilario Leal, con el que mi abuelo jugaba la partida, y con el que también departiría tertulia, junto a otros vecinos, en el cubo. Desde ahí el joven matrimonio se trasladaría a una casa de la acera de enfrente, en el mismo corro, en la esquina, junto a la casa de la viuda Manuela, que vivía con sus hijos, Justino y Nati, y las casas de las señoras Damiana y Alfonsa. En la misma acera estaría la carnicería de la señora Valentina y el señor Miguel. En el otro lado se situaría la casa del señor Emilio de la Rosa y muy cerca, en el mismo corro las de Modestita Pérez y la de Gregorio Negro, según me ha relatado con gran emoción mi madre, que, después de más de 70 años, es capaz de recordar quién vivía en cada casa. Parece que estoy escuchando de niño a mi madre las palabras Azogue, caño, puerta de Villa, Anunciada, corro de San Andrés. Porque Urueña es el paraíso de su infancia, aquel que siempre está presente en nuestras vidas. Un paraíso que ella ha querido tener muy cerca con el cuadro de la ermita de la Anunciada que preside desde hace bastantes años el salón de la casa familiar en Rioseco. En aquella esquina del corro, lugar de solana para tertulias, habría jugado con otros niños de Urueña. No es de extrañar que la primera vez que yo visitara Urueña supiera que no venía a un lugar nuevo, algo que siempre me ha pasado desde entonces.
En Urueña nacería mi querida madre, Eulalía, y sus hermanos, Mundos, María y Goyo, pero también Eufemia, que moriría a los 2 años y está enterrada en vuestro cementerio. Los muertos son otra de nuestras identidades, de ligarnos a la tierra, a vuestra tierra. En Urueña nacería también Felisa, la última hija de mi abuela, que moriría muy pronto en Rioseco, el destino definitivo de mi abuelo, el de su propia vida, el inicio de la mía.
Si les digo la verdad, para serles honesto, más de una vez soñé con la idea de dar este pregón, en especial por la alegría que sabía que les iba a dar a mis padres. Mi madre, después de tantos años, regresar a Urueña a escuchar el pregón de su hijo en el pueblo donde había nacido y donde su padre había sido maestro. Mi padre acompañándome como tantas veces lo había hecho en los últimos años en mis andanzas por nuestros pueblos. Su repentina muerte el mes de enero ha convertido todo en tristeza y dolor. Gracias, Paco, por haber hecho realidad ese sueño. Carrasqueños permitidme que hoy dedique este pregón a mis abuelos y a mis padres. Antonio y Eulalia me enseñaron este camino de amar lo que tenemos más cerca, lo nuestro, de que en la memoria se encuentra la esencia de lo que somos. Desde aquí, mi agradecimiento por su amor y generosidad.
El escritor ruso Ossip Mandelshtam expresa que el poeta es un maestro del eco. A poco que pongáis el oído no os será difícil escuchar el eco de vuestro pasado. Hoy quiero ser el maestro del eco de algunos de vuestros recuerdos. Durante toda mi vida siempre me han atraído de una manera especial las películas y los libros que contaban historias en los que había que buscar un secreto tesoro. Valientes personajes que arriesgaban sus vidas por encontrar lo que muchas veces era un sueño.
“Hay pocos hombres o mujeres que puedan permanecer insensibles a este tipo de historias, porque el anhelo de los tesoros forman parte del corazón humano, y porque tal vez no hay historia, si de verdad merece la pena, que no trate en el fondo del encuentro y la pérdida de un tesoro”, escribe acertadamente el escritor Gustavo Martín Garzo.
Algunas veces sin saberlo los tesoros más preciados son los que tenemos más cerca. En estos más de 10 años en los que he tenido la suerte de ser corresponsal de toda la comarca he ido descubriendo en cada uno de los pueblos que visitaba verdaderas joyas, la mayoría de las veces desconocidas. Un bello paisaje, la torre al final de un camino, una fuente escondida, la mirada tranquila de la escultura de una Virgen en recogida capilla, una centenaria tradición, los versos de un popular cantar.
Sin embargo, existen otros tesoros, intangibles, a los que sólo cada uno de nosotros podemos acceder. Son los recuerdos, miles de momentos que se escapan entre los dedos del olvido para volar al presente, sólo alguno logran llegar. Recuerdos que en los vecinos de un mismo pueblo coinciden y se unen para conformar lo que podríamos llamar su memoria colectiva. Cada año estas fiestas vuestras de la Anunciada se convierten en un punto de encuentro entre mayores y niños, entre los que se fueron y los que se quedaron, entre el presente y el pasado, entre padres e hijos. Las fiestas suponen un momento del año para el descaso y el divertimento, pero también para el recuerdo, para recuperar esa memoria colectiva. Suponen recordar, cuando recordar es esa cosa tan bonita de pasar por el corazón.
Entonces, como una especie de largo tren lleno de fantásticos vagones, la memoria nos irá devolviendo los más bellos recuerdos que años atrás dejamos en lejanas estaciones, y cuando esto suceda surgirá la necesidad de contar y de que te cuenten, el deleite de contar y el placer de escuchar en esa dualidad de dar y recibir.
Aquellos lejanos veranos en Urueña con sus eternas y fatigosas labores en el campo, segando con la hoz, los largos días de julio y agosto en los que los niños también ayudaban en los trabajos de la siega y la trilla, dando vueltas en la era. Pero antes había que tropar recogiendo las mises para hacer morenas y llevarlas a la era para trillar. Y las mujeres iban a espigar y a recoger las legumbres y las muelas a mano. Y habría que ir al molino de las cuatro rayas o a Villagarcía a moler. Veranos también para que los hombres saliesen a buscar trabajo a Castrodeza, Cigüñuela o San Cebrián a cambio de la soldada, el sueldo de 60 días. Trabajos a los que se iba en bici y se dormía en un saco.
Y en septiembre regresaría la devoción a la Anunciada con misa y procesión en la ermita el día 8. Y con la Virgen, el fin del verano. Y tras la fiesta de la Virgen, llegaría la vendimia de uva tinta de Madrid, verdejo y albillo, preludio, sin duda, para que, años más tarde, estas tierras dieran vinos tan excelentes como los de Heredad de Urueña, ahora con un vino dedicado a la ermita de vuestra patrona. Y en la vendimia los niños también ayudarían, con tiempo para hacer o recibir un lagarejo y acabar con el jugo de un racimo de tinta en la cara o en otras partes del cuerpo. Y a la vuelta, en los carros, todos irían cantando “venimos de vendimiar, hemos cogido una liebre, hemos echados cuatro tragos y venimos muy alegres”.
Y septiembre sería también el inicio de la escuela en el ayuntamiento, con dos aulas con cien niños y otras tantas niñas, para los que sonaría las lecciones de don Luciano y doña Esther, más tarde las de don Paulino y doña Angelines. “Y todo un coro infantil va cantando la lección: “mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón”, escribiría Machado en una tarde parda y fría de invierno.
Y al salir de clase se jugaría al marro, a las canicas o a las espadas en el palomar, pero también a coger nidos en la muralla, para lo cual había que escalar. Pocos niños han tenido la posibilidad de hacer sus sueños realidad teniendo una muralla para ellos mismos. Y cuando llovía se echaba paja por las calles y los niños hacían guerra de pegote. Y cuando nevaba se hacían muñecos de nieve y las consabidas pelas de bolas.
Y cuando salía el sol, en las calles, se tendía el espliego para que se secase. Tiempo del alambique en los caños para sacar las esencias. Porque Urueña fue villa de buscadores de hierbas aromáticas, como lo ha hecho hasta hace muy poco el veterano Fausto.
Y el otoño sería tiempo para empezar la elaboración del cisco, porque Urueña fue un pueblo de cisqueros. Tiempo adecuado para estas labores porque serían meses en los que no se desarrollaba otro tipo de actividad como podría ser la agrícola. Y entonces se iría al monte a cortar leña de encina y roble. Y con las ramas más pequeñas se harían gavillas, que se trasladarían en burros. Y se hacía un montón y se prendía, y se echaba hojarasca, y luego mucha tierra y se pisaba con la pala. Y al día siguiente con la zolachas, especie de azadas, se daba vuelta y se iba echando agua. Y se abría todo, y cuando estaba apagado, se recogía, se medía en media fanega y se vendía. Y se haría también carbón vegetal con los trozos de leña más grandes en una elaboración más difícil en la que el Fúser era maestro, y por la noche se quedaría a dormir. No hay que olvidar que carraqueño se relaciona con carrasca, del latín quercus, que es encina, por lo que carrasqueño sería el habitante entre encinas.
¿Por qué no pensar que aquel calor que el cisco daba en los hogares gracias a la madera de las encinas se convertiría años después en el calor de las palabras que guardan cada una de las librerías de esta Villa del Libro, única en España?
Y llegarían los Santos para recordar a los que ya no estaban con nosotros, y sonarían las campanas toda la noche, y el sacerdote rezaría por cada sepultura del cementerio, que desde hace muchos años guardaría las altas murallas del castillo, quizás porque entre aquellas pétreas paredes se guardaba la memoria inmortal del pueblo. Y en diciembre, las Hijas de María celebrarían la Purísima, y días después, el 13, llegaría Santa Lucía con merienda en el monte.
Y llegarían las navidades, la cena en familia el día de nochebuena en la que no faltaría la berza, el bacalao, el pollo cuidado en el corral o el lechazo, cómo no en un pueblo de pastores. Y la misa del gallo. Y en la noche del 5 de enero los quintos saldrían a cantar los Reyes por las ventanas, en especial por las de las novias, con aquel “los Reyes ya son venidos, los Reyes ya son llegados, la primera fiesta del año que en el mundo es celebrada”. Y el día de Reyes, después de la misa, irían por las casa a coger el aguinaldo.
Y los fríos y las heladas traerían la matanza y los niños no irían a la escuela para comer las chitas en una fiesta vecinal donde los mayores degustaban algunas sabrosas parte de ese animal que sería la despensa familiar del resto del año.
Y el día de San Antón se bendeciría los animales en la misa y después Antonio o Fajardo recorrerían las calles del pueblo montado en un caballo recitando “San Antón por enero gasta corbata, como no bebe vino no se le mancha”. Y el día antes, en el corro de San Andrés, se haría hoguera, y algunas mujeres cogerían los rescoldos para el brasero.
Y más tarde llegarían los Carnavales con la celebración de la gansada el lunes en el corro de San Andrés. Los quintos montados en burros correrían para arrancar la cabeza de los gallos. Cabezas que se llevaría el aguacil del Ayuntamiento para hacer de ellas un sabroso guiso, que también harían los quintos con los gallos decapitados para ser el plato principal de la comida de la quintada de ese día. Gallos que se cuidaban a lo largo del año para que fueran grandes. Y si un quinto llevaba un invitado tenía que poner otro gallo para la carrera. Y la comida sería preparada por la madre de uno de los quintos después de un sorteo, y a otra madre le tocaría hacer la limonada.
Y el martes de Carnaval, en la carretera de entrada al pueblo, los quintos montarían a caballo, esta vez para intentar sacar las cintas. Y la primera cinta se regalaría a la novia, y también estaría la cinta de los puros, con los colores de la bandera nacional, y quien la sacara tendría que regalar un puro a los demás quintos. Y ese día la carrera estaría amenizada por el señor Ramón y las músicas de su organillo, y cuando se sacaba una cinta la música sonaba y todo el mundo bailaba. Y los quintos regalarían a las novias la banda.
Y llegaría marzo el mes de la Virgen de la Anunciada, la Pellejera, la patrona carrasqueña, con misa y baile en el corro en las vísperas. Y el día de las fiestas, misa, en la que se ofrecían corderas, y también habría procesión, y baile y comida en la pradera. Y por todos los caminos llegarían cientos de vecinos de otros pueblos movidos por la devoción a la Anunciada. Y la mayordoma daba de comer a los músicos y al predicador, Y se podrían comer almendras y caramelos del puesto de Foroso, de San Pedro. Y por la tarde sería el baile para los forasteros en el salón. Y los forasteros que pretendieran a las mozas casaderas del pueblo tendrían que pagar el piso ronda, una especie de propina para los mozos.
Y tras el carnaval, la Semana Santa, tiempos de prohibición, de largos sermones, de largos rezos, de matracas, pero en Urueña también para el juego de las chapas. Y los cofrades del Señor velarían al santísimo en la noche del Jueves al Viernes Santo, días de Vía Crucis. Y el Domingo de Resurrección sería la procesión del Encuentro.
Y los niños harían la primera comunión, con la perceptiva catequesis, de don Jesús, don Dionisio, don Víctor y don Gregorio, ahora Félix Y César. Y en mayo los quintos plantarían el mayo, se cortaría el chopo más alto de Pozocico para después ser trasladado a duras penas hasta el corro de San Andrés donde se levantaría en una fiesta que hunde sus raíces en la noche de los tiempos como símbolo ancestral de entrada del joven en el mundo de los adultos y reafirmación de pertenencia a un pueblo
Y la vida continuaría. Y quien quisiera ir a Valladolid tendría que bajar al molino de las cuatro rayas a coger el autobús de H.Mateo o acercarse hasta Rioseco o la Mudarra para subirse al tren burra. Y las mujeres tendrían que bajar a lavar a los caños o al río Sequillo.
Y junto a las gentes y sus recuerdos, como algo inseparable, los colores, los sonidos, los olores, los sabores. Las mil tonalidades verdes de los campos en primavera en los que volar la imaginación al observar el mar de Castilla desde las murallas, el oro de las espigas por San Juan, el secreto murmullo de agua en el caño, el invisible canto de un sin fin de pájaros, la suave fragancia de la tierra mojada tras la lluvia, el sabor de las rosquillas de palo y los bollos de aceite.
Al igual que los enamorados, que sólo tienen miradas para su amada, para un niño su bici, su muñeca o su caja de cartón son siempre los mejores, quizás porque tienen la capacidad de convertir la peor de la bicis en un caballo veloz o una caja de cartón en un castillo fantástico en lo que Ernesto Sábato ha llamado “la irrecuperable magia de la niñez”.
Quizá esa capacidad de fascinación es la que también tienen los vecinos de cada pueblo para los que el suyo es siempre el mejor. Las tradiciones, las leyendas, los juegos, los recuerdos, los secretos lugares son un poco esa infancia de los pueblos, un pequeño cofre donde se guardan entre algodones los mayores tesoros que tienen sus vecinos. Un desván donde poder acudir para saber quiénes somos y entender quizás por qué vivimos en un pueblo que se llama Urueña y quizás aprender a mirar las cosas de otra forma, porque “cuando recordamos no hacemos sino visitar los lugares que guardan la huella de nuestra vida”, citando de nuevo a Gustavo Martín Garzo
No hace mucho leía que cada lugar tiene una aroma especial, que ese aroma está hecho de las palabras de las personas que una vez las hablaron en ese lugar. Me emociona pensar que ya mis palabras forman parte de ese aroma donde, junto a todas las de los que alguna vez vivieron en este maravilloso lugar, están las de mis abuelos y las de mis padres.
Ya estoy acabando. Gracias a vuestro alcalde, por haberme regalado este gran honor de ser vuestro pregonero, por su constante amabilidad.
Gracias a los carrasqueños por vuestra constante hospitalidad. Siempre me he sentido como en casa.
Gracias a Pilar San José, a Dolores Morán Lola, a José Andrés Rodríguez Chili, alumno que fue de mi abuelo, y a su primo Sinforiano Rodríguez, que me guiaron en este emociónate viaje a vuestra memoria. No la dejéis escapar, guardadla como uno de vuestros tesoros más preciados. Sin ella, la muralla, las puertas, la ermita carecen de sentido.
También a todos mis hermanos, familiares y amigos hoy aquí presentes.
Ahora permitidme que aproveche este estrado y este momento para dar las gracias a mi mujer, Ana, y a mi hijos, Alvaro y Ana, por los momentos robados, por el apoyo constante, por estos casi 20 años de familia.
Por último, agradeceros vuestra atención y desearos unas felices fiestas: recobrad la ilusión de la niñez, bajad a la ermita y dad culto a vuestra Anunciada, bailad en el corro de San Andrés; que la música, el baile y la diversión llenen vuestros corazones; que vuestros recuerdos sean el faro de vuestra identidad, de vuestra memoria colectiva.
Y ahora os pido que gritéis conmigo
¡Viva la Virgen de la Anunciada ¡Viva Urueña!
Miguel García Marbán